02 Jul Marco jurídico en la desescalada y posibilidades legales para afrontar rebrotes
El pasado 21 de junio se ponía fin en todo el territorio nacional al estado de alarma, después de más de tres meses en esta situación de excepcionalidad constitucional. No es fácil afrontar una situación de grave crisis, las cuales suelen poner a prueba la solidez de los mimbres con los que están hechos los Estados democráticos de Derecho. Y creo que debemos felicitarnos porque España ha superado notablemente esa prueba, al menos desde la perspectiva institucional.
Podemos cuestionar algunas de las decisiones que se han adoptado –si pudo haber sido mejor decretar el estado de excepción para dar cobertura a las medidas más intensas del confinamiento; si se podría haber dado un mayor control parlamentario de la acción del Gobierno; si la coordinación entre administraciones debe reforzarse; si en algunos casos se ha podido dar un exceso de celo en la aplicación de las restricciones y de las correspondientes sanciones…-, pero, a nivel institucional, el Estado constitucional ha respondido de forma adecuada. Ha demostrado la solidez de sus garantías incluso en un momento en el que se daba una fuerte concentración del poder y los ciudadanos tenían que asumir severas restricciones de sus libertades fundamentales. De igual forma, la reacción de la ciudadanía también creo que ha sido ejemplar. Sin embargo, más dudas tengo sobre si los responsables políticos han estado a la altura, aunque no perdamos la confianza ahora que se abre un nuevo periodo para la reconstrucción económica y social del país.
Además, en lo que ahora interesa, el estado de alarma se ha levantado, pero el virus sigue circulando, por lo que debemos preguntarnos sobre cuáles son los instrumentos legales de los que disponemos en esta desescalada, sobre todo si hay que afrontar nuevos rebrotes. A este respecto, como ya expuse en un artículo anterior –aquí-, son varias las leyes que establecen el marco jurídico de las medidas que pueden adoptarse para responder a una epidemia sin tener que recurrir a poderes extraordinarios. En concreto, la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública; la Ley 33/2011, de 4 de octubre, General de Salud Pública, en especial su art. 54; la Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad (art. 26); y la legislación autonómica correspondiente. Asimismo, en ocasiones se ha invocado también la posibilidad de acudir a la Ley 17/2015, de 9 de julio, del sistema nacional de protección civil y a otras normativas autonómicas dentro de este ámbito aunque, a mi juicio, existiendo legislación especial para el tema sanitario, es mejor ampararse en ella.
De forma más específica, el Gobierno ha aprobado el Real Decreto-ley 21/2020, de 9 de junio, de medidas urgentes de prevención, contención y coordinación para hacer frente a la crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19, que ha sido recientemente convalidado por el Congreso. Esta norma, que tiene la ventaja de tener rango de ley, lo que hace es concretar las medidas que permite la legislación sanitaria para adecuarlas a la crisis del covid. Es, por tanto, una norma en cierto modo de “aplicación”. Ahora bien, haber recurrido al decreto-ley plantea también algunas dudas, ya que de acuerdo con la Constitución los mismos no pueden afectar a derechos y libertades constitucionales, aunque la interpretación del Tribunal Constitucional ha venido siendo muy generosa. En todo caso, en cuanto a su contenido, el mismo enfatiza los poderes de coordinación del Gobierno de la Nación para afrontar epidemias (art. 3 y 5); impone medidas de prevención e higiene como el uso obligatorio de mascarillas (art. 6) o regula la distancia social y otras condiciones de higiene en distintos centros y espacios públicos, y en transportes (arts. 7-18); interviene en cuestiones referidas a medicamentos y otros productos sanitarios y de protección de la salud (arts. 19-21); prevé obligaciones de información para el seguimiento y vigilancia epidemiológica y para la comunicación de datos (arts. 22-27); contempla previsiones sobre las capacidades del sistema sanitario (arts. 28-30); y, entre otras cosas, aclara el régimen de infracciones y sanciones remitiéndose a las normas legales correspondientes (art. 31).
De manera que, con este abanico normativo, en principio quedarían cubiertos algunos de los frentes necesarios para dar cobertura jurídica a la desescalada. Hasta los deberes de información y el tratamiento de datos personales que puede afectar al derecho a la protección de datos encuentran justo acomodo con esta normativa.
Tampoco creo que plantee excesivos problemas si, llegado el caso, hubiera que decretar la vacunación obligatoria para prevenir el contagio ante una epidemia. En este caso, de acuerdo con el art. 2 LO 3/1986, de 14 de abril, se podría imponer la misma a aquellos ciudadanos que la rechazaran, con la correspondiente autorización o ratificación judicial (art. 8.6 Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-administrativa).
Más dudas presenta, sin embargo, la posibilidad de decretar el confinamiento de personas o poblaciones. Nuevamente la LO 3/1986, de 14 de abril daría cobertura jurídica para imponer el confinamiento, con autorización o ratificación judicial, pero proyectado sobre “enfermos” y sobre “las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente inmediato” (art. 3). De hecho, a estos efectos sería especialmente útil que se pueda desarrollar una aplicación que facilite el rastreo de los contactos de las personas contagiadas. Fue el caso, por ejemplo, del confinamiento decretado en febrero por el Gobierno canario de las personas que estaban en un hotel de Adeje donde se detectó un positivo. Por el contrario, más dudoso es que este precepto dé amparo a las decisiones de confinamiento de varias poblaciones como las decretadas por el Gobierno catalán en Igualada o por el Gobierno de Murcia para los municipios costeros.
Para salvar estas dudas se ha planteado reformar la ley orgánica con el objeto de prever de forma expresa la posibilidad de ordenar confinamientos generalizados. Por mi parte, tengo dudas de su constitucionalidad. El confinamiento supone una severa restricción cuando no directamente la privación de un derecho fundamental. Si ésta se hace de forma individualizada o para un grupo definido de personas, encuentra en la intervención judicial una garantía suficiente. Sin embargo, si se decreta de forma generalizada entonces la supervisión judicial pierde parte de su sentido. En estos casos es cuando debe recurrirse al Derecho constitucional de excepción previsto en el art. 116 de la Constitución, con sus garantías institucionales y también judiciales, de tal manera que correspondería al Tribunal Constitucional enjuiciar la necesidad y proporcionalidad de esa medida general de restricción de la libertad.
Incluso, como ya sostuve –aquí-, si se tratara de un confinamiento de la severidad del que hemos vivido, donde más que una restricción estuvimos ante la privación absoluta y generalizada de la libertad de circulación, entonces habría que actuar de acuerdo con el art. 55.1 CE suspendiendo el derecho. Y para ello quizá lo más adecuado sería reformar la LO 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio, para contemplar un nuevo supuesto de estado de excepción vinculado a epidemias, con medidas adecuadas para responder a una situación de este tipo. En mi opinión, la suspensión de derechos fundamentales del art. 55.1 CE no tiene por qué comportar su deconstitucionalización temporal y la privación de todas sus garantías, sino que lo que permite es que el legislador orgánico, al prever las medidas del estado de excepción o de sitio, pueda contemplar restricciones que penetren en el contenido esencial del derecho o que priven de garantías constitucionales, algo que en condiciones de normalidad constitucional el legislador no podría adoptar.
De esta manera podríamos “desdramatizar” la aplicación del Derecho constitucional de excepción, rodeándolo de las garantías necesarias, y sin forzar los poderes ordinarios otorgándole a las autoridades administrativas facultades exorbitantes en la restricción generalizada de derechos fundamentales.
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